Transcurrida una década de aquel 2001 de brutal caída, el reloj obsesivo
de nuestra circularidad nacional nos vuelve a avisar que estamos en
otra nueva gran crisis dineraria. Se percibe abiertamente como un
malestar colectivo que atraviesa todo el tejido social.
Tal vez nuestra equivoca herencia española, rentista, jerárquica y
mercantil, cero capitalista, sea la causa de ese confuso y simultáneo
desprecio-deseo por el vil metal.
Sin embargo el dinero no es pecaminoso. Gobiernos y personas matan y
mueren no por el dinero, sino por el poder equívoco que creen que de él
emana.
El dinero mayormente es representación de valores: permite intercambio
de bienes y culturas, transmite anhelos de progreso y bienestar,
resuelve y canaliza disputas sociales, premia y/o castiga conductas y
aptitudes, expresa desazones y viabiliza esperanzas. No es justo ni
injusto. Es medio, nunca fin.
Cuando un gobierno atraviesa el umbral de la decisión íntima sobre los
pecunios personales prohibiendo el ahorro y exaltando impiadoso el
despilfarro del consumo, asesina el futuro y obnubila el presente. Ataca
la esperanza -o su ilusión- de que ese ahorro pequeño o mayor, nos
ayude a olvidar ese porvenir siempre incierto. Esperanza gracias al
ahorro, no banal escenario de codicia.
Esperanza como noble afán protector para concentrarnos en un presente
digno y vital, para amar, crear, estudiar, progresar, disfrutar,
compartir o simplemente vivir con la música que se nos canta. Sin
marchas castrenses ni partituras obligatorias.
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