Hans Castorp, huérfano, ingeniero y burgués.
Ayer terminé de leer La Montaña Mágica de Thomas Mann. He estado internado junto a Hans Castorp durante este mes de mayo, coincidente con los siete años que nuestro héroe pasó en el Sanatorio Internacional Berghof para tuberculosos.
Imaginé que el mamotreto de marras iba a durar una semana, a lo sumo dos en mis manos y sin embargo quedé suspendido "con los de allá arriba", en esos Alpes suizos un largo tiempo, a la manera del bueno de Hans (siempre Hans Castorp según Mann, jamás separando su nombre y apellido a lo largo de toda la novela) que imaginó una breve visita de tres semanas a su primo enfermo y quedó enclaustrado siete años con esa tuberculosis de siglo viejo.
No pretendo reseñar un libro que escrito en 1924, ha sido largamente comentado. Los que lo desconocen o conociendolo no lo han leído tienen un amplísimo muestrario de opiniones para bucear, desde la ironía despreciativa de un Borges, la visión política de Gabriel Jackson o la apologética de Marguerite Yourcenar. O sumergirse en la blogosfera, como hice antes de animarme.
Para mí ha sido una lectura larga y fatigosa, con momentos muy atrayentes y placenteros y otros tan insoportables en los que más de una vez estuve a punto de revolearlo sin rumbo fijo a través del éter. Hay extensas y excesivas descripciones naturalistas que pueden maravillar, agotar o sojuzgar, dependiendo las apetencias y/o tolerancia del lector.
Sin embargo no puedo dejar de agradecer haberme embarcado en un viaje de más de mil páginas, ya que las últimas me han pagado todo. Y con creces.
Como ese film veloz que a instantes de morir presentaría toda nuestra vida pasada en segundos, en los drámaticos finales de esa montaña más que mágica, esas últimas cincuenta páginas lograron que sintiese tan extraño artificio.
El potente y brutal duelo intelectual, luchando por el alma de Hans, entre el demócrata burgués Lodovico Settembrini, amante de ese progreso humanista y libertario que jamás llegaría y el jesuita reaccionario Elias Naphta, vocero anticipatorio de ambos totalitarismos próximos al caer en esa Europa vieja, tan vieja.
El amor prohibido, decimonónico, sensual y anhelante de Hans Castorp por Madame Clavdia Chauchat, la rusa etérea de andar felino y ojos achinados, amor que llegará al paroxismo del erotismo cuando ambos se animan a... "tutearse". O a un único y misterioso beso.
El honor resignado del primo de Hans, el valeroso, correcto y adusto teniente Joachim Ziemssen, el incoherente, extraño y notable señor Peeperkorn, el exaltador de la vida, los sentidos y el alcohol, el sombrio y riguroso médico jefe Behrens y su segundo, el psicoanalista heterodoxo, el polaco Krokovski., interesado también en la paranormalidad y el espiritismo.
Y el final me deja con todas esas reflexiones sobre la alta política, la filosofía, la muerte, la enfermedad, el amor, el erotismo... y el tiempo. El tiempo como choque permanente entre el de la narración y lo narrado, tan extraño, exótico y diletante para cualquiera de nosotros, sobrevivientes de este continuo presente veloz, irreflexivo y banal.
Dos perlitas, teniendo en cuenta que estamos entre 1907 y 1914 resulta cautivante imaginar esas escenas donde multitudes fascinadas se deslumbran por primera vez con ese cine blanquinegro y mudo, orquestado en vivo, donde no sabían a quién aplaudir al final, frente a una pantalla tan blanca y vacía como excitante y deslumbrante, llena de actores y personajes, un fugaz instante anterior. O el impacto emocional que sufren los pacientes ante la primera vista y escucha de un gramófono, comprado por el sanatorio, con sus primeros discos de pasta, escuchando a Debussy, Verdi o Schubert, con sus sonidos evanescentes saliendo de esa mágica maquetería de ébano, el plato de apoyo cubierto de verde fieltro, con sus cambios de agujas por única vez, disco por disco. Con la magia de tener a mano algo hasta ese momento tan inalcanzable como sublime.
A quién se le anime, lo recomiendo. Pornógrafos irredentos, fanáticos tele-visibles, exaltadores de lo supérfluo y admiradores de emociones violentas, abstenerse.
Imaginé que el mamotreto de marras iba a durar una semana, a lo sumo dos en mis manos y sin embargo quedé suspendido "con los de allá arriba", en esos Alpes suizos un largo tiempo, a la manera del bueno de Hans (siempre Hans Castorp según Mann, jamás separando su nombre y apellido a lo largo de toda la novela) que imaginó una breve visita de tres semanas a su primo enfermo y quedó enclaustrado siete años con esa tuberculosis de siglo viejo.
No pretendo reseñar un libro que escrito en 1924, ha sido largamente comentado. Los que lo desconocen o conociendolo no lo han leído tienen un amplísimo muestrario de opiniones para bucear, desde la ironía despreciativa de un Borges, la visión política de Gabriel Jackson o la apologética de Marguerite Yourcenar. O sumergirse en la blogosfera, como hice antes de animarme.
Para mí ha sido una lectura larga y fatigosa, con momentos muy atrayentes y placenteros y otros tan insoportables en los que más de una vez estuve a punto de revolearlo sin rumbo fijo a través del éter. Hay extensas y excesivas descripciones naturalistas que pueden maravillar, agotar o sojuzgar, dependiendo las apetencias y/o tolerancia del lector.
Sin embargo no puedo dejar de agradecer haberme embarcado en un viaje de más de mil páginas, ya que las últimas me han pagado todo. Y con creces.
Como ese film veloz que a instantes de morir presentaría toda nuestra vida pasada en segundos, en los drámaticos finales de esa montaña más que mágica, esas últimas cincuenta páginas lograron que sintiese tan extraño artificio.
El potente y brutal duelo intelectual, luchando por el alma de Hans, entre el demócrata burgués Lodovico Settembrini, amante de ese progreso humanista y libertario que jamás llegaría y el jesuita reaccionario Elias Naphta, vocero anticipatorio de ambos totalitarismos próximos al caer en esa Europa vieja, tan vieja.
El amor prohibido, decimonónico, sensual y anhelante de Hans Castorp por Madame Clavdia Chauchat, la rusa etérea de andar felino y ojos achinados, amor que llegará al paroxismo del erotismo cuando ambos se animan a... "tutearse". O a un único y misterioso beso.
El honor resignado del primo de Hans, el valeroso, correcto y adusto teniente Joachim Ziemssen, el incoherente, extraño y notable señor Peeperkorn, el exaltador de la vida, los sentidos y el alcohol, el sombrio y riguroso médico jefe Behrens y su segundo, el psicoanalista heterodoxo, el polaco Krokovski., interesado también en la paranormalidad y el espiritismo.
Y el final me deja con todas esas reflexiones sobre la alta política, la filosofía, la muerte, la enfermedad, el amor, el erotismo... y el tiempo. El tiempo como choque permanente entre el de la narración y lo narrado, tan extraño, exótico y diletante para cualquiera de nosotros, sobrevivientes de este continuo presente veloz, irreflexivo y banal.
Dos perlitas, teniendo en cuenta que estamos entre 1907 y 1914 resulta cautivante imaginar esas escenas donde multitudes fascinadas se deslumbran por primera vez con ese cine blanquinegro y mudo, orquestado en vivo, donde no sabían a quién aplaudir al final, frente a una pantalla tan blanca y vacía como excitante y deslumbrante, llena de actores y personajes, un fugaz instante anterior. O el impacto emocional que sufren los pacientes ante la primera vista y escucha de un gramófono, comprado por el sanatorio, con sus primeros discos de pasta, escuchando a Debussy, Verdi o Schubert, con sus sonidos evanescentes saliendo de esa mágica maquetería de ébano, el plato de apoyo cubierto de verde fieltro, con sus cambios de agujas por única vez, disco por disco. Con la magia de tener a mano algo hasta ese momento tan inalcanzable como sublime.
A quién se le anime, lo recomiendo. Pornógrafos irredentos, fanáticos tele-visibles, exaltadores de lo supérfluo y admiradores de emociones violentas, abstenerse.
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Si no pudo leerlo, es que no tiene los 140 caracteres twitteables.
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3 comentarios:
Leí la Montaña Mágica hace apenas 6 o 7 años en un momento importante y seguramente esta imagen del Dr. Krapp tiene algo que ver con esa novela. Al principio te parece extraña y no entiendes mucho esa laxitud que lo invade todo pero que luego cuando llegas a su final y la dejas atrás pasado unos meses te das cuenta de que te ha marcado la vida. El conflicto entre Settembrini y Naphta, lo situó como hacen muchos autores en esa perversión del racionalismo optimista y bienintencionado de la Ilustracción sometido a su pesadilla totalitaria e integrista. Incluso creo que la visión de Mann es pesimista y argumentalmente a su pesar, el segundo se impone al primero
Estimado "Dr. Krokovski": Has dado en la tecla de manera admirable. La Montaña mágica crea efectos post-lecturum. Así, simplemente, tan cierto. Cuando la lees, y transitas entre la admiración y el soponcio, no sabes muy bien adonde ni para que estás compartiendo ese viaje.
Sólo el final ilumina y más aún luego de leerla.
Y la lucha entre Settembrini y Naptha es indiscutiblemente el reflejo del fracaso del siglo XX, escrito antes de que el fracaso se consumara. Como así también son fracasos anticipatorios la soberbia cientificista del Dr. Behrens, o la metafísica irrealista pseudocientífica del psicoanálisis de Krokovski.
Que vigencia, por dios, para un libro tan pero tan viejo!!!
un abrazo
miguel
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