Si la anterior crónica nos impacta, como bien dice nuestro amigo el Dr. Krapp, por su atemporalidad, la siguiente impresiona por su clarividencia. Escrita sólo dos años antes de la gran catástrofe, cuando Europa soñaba con el elixir del apaciguamiento.
Buenos Aires, paraíso de la tierra
Roberto Arlt 1
A ninguno de los ciudadanos que por la mañana despiertan en esta ciudad y miran por el visillo el humor que muestra la cara del cielo, se les ocurre pensar que habitan en uno de los pocos oasis de la tierra. Es decir, del planeta redondo.
No; no se les ocurre.
Es tan natural despertarse sosegadamente, mirar el reloj, entrar al cuarto de baño, salir, tomar el café con leche, lanzarse a la calle y subir a un tranvía, que semejante rutina hace exclamar, a más de uno, estas palabras disconformes:
- ¡Que vida aburrida la de esta ciudad!
Las únicas ruinas que el habitante encuentra al paso son las promovidas por las piquetas de los subalternos del intendente. El intendente, sea dicho entre paréntesis, parece regocijadamente dispuesto a tirar abajo la ciudad. Por momentos le recuerda a uno de esos funcionarios de las novelas de Anatole France, cuya actividad extemporánea pone de patas para arriba las administraciones más cristalizadas en una deliciosa rutina.
Las ruinas producidas por los subalternos del intendente son los únicos espectáculos catastróficos que salen al paso del habitante de esta ciudad.
Luego paz. La paz muslímica. El peligro en los volantes de los colectivos. Luego la paz. La paz de la noria. La paz del villorrio campesino.
El aficionado a las emociones fuertes tiene que entrar al cine. Ver pasar ante sus ojos los informativos. O leerse las revistas. O examinar las fotografías que publican las revistas. Por supuesto, fotografías de las ciudades extranjeras. Europeas. Un anciano que entra con su nietecito a una farmacia a comprar una careta contra los gases. El nietecito que se prueba la careta, el anciano que sonríe al modo de los ancianos de Cimabue. ¡Gracioso y sumamente edificante!
O una señorita piloteando una motocicleta con doble juego de ametralladoras. O la reina Guillermina leyendo su mensaje al Parlamento: "Para salvar la espiritualidad necesitamos armarnos". O una anciana arrojándose desde un avión en paracaídas y recibiendo las felicitaciones de un cónclave de octogenarios. O un párvulo, mejor dicho una cuadrilla de párvulos despanzurrando a una imaginaria brigada de párvulos enemigos. O una ciudad - esto no es imaginación - hecha materialmente trizas en sus estructuras, después del paseo punitivo de una escuadrilla de aviones enemigos. O un buque de carga tumbado sobre su línea de flotación. O multitudes cargadas de colchones, cacerolas, almohadas, cestos, huyendo de las cortinas de la muerte que avanza.
¿Cuantas formas distintas ha revestido la muerte en las ciudades de Europa hoy?
¿Existe un hombre, un hombre que hoy se haya molestado en calcular cuantos hombres, cuantas mujeres, cuantos niños perecen de muerte violenta, hechos añicos por las bombas, por desplomes, por las granadas, o destrozados por los gases, por los fusilamientos, por el hambre, y por las pestes? ¿Existe un hombre que hoy tenga el coraje de decir: " Vivimos en una de las etapas más acabadas de la cultura científica, asistimos criminalmente impasibles, diariamente, al asesinato cruel de millares de seres humanos inocentes de toda culpabilidad, y nos cruzamos de brazos"?
No existe ese hombre, ni existe ese calculista.
Insisto: vivimos en uno de los escasos oasis del planeta.
La muerte se pasea en Europa y en Oriente con una agresividad de la cual no se guarda memoria en ningún momento de la historia. Las que llamamos etapas bárbaras de la vida de la humanidad son episódicas deflagraciones comparadas con esta feroz asiduidad con que Europa y Oriente se preparan para la carnicería, cuyos estallidos presentes revisten una ferocidad terrorífica, no imaginada por ningún novelista.
Hace veinte años combatían los ejércitos. Hoy, con toda naturalidad, se anuncia que una ciudad será barrida de la superficie de la tierra, con todo aquello que contiene, vivo y muerto. Grande y pequeño. Y la ciudad es barrida, y algunas 24 horas más tarde, los noticiarios se exhiben en todos los cinematógrafos del planeta.
Insisto:
Vivimos en uno de los oasis de la Tierra. Quizá en el mismo Paraíso.
Sabemos que despertaremos en el mismo lecho donde nos tendemos a cerrar los ojos. EL HOMBRE DE EUROPA sabe donde se acuesta a dormir, más no sabe donde despertará. Y si despertará. La muerte, las mil formas técnicas de la muerte violenta están suspendidas sobre su cabeza. Cada día, una espada invisible muerde más y más la cutícula de aquel hilo que sostiene la espada sobre su cabeza. Espada que es la granada, la bomba aérea monstruo, la nube de gases, la lluvia de veneno, la atmósfera de las cortinas bacteriológicas.
Cada país de Europa es hoy un vasto presidio donde las multitudes prensadas entre murallas de cemento preparan a tres turnos, bajo la vigilancia de sus carceleros, los mecanismos que en un momento dado echarán a funcionar para desparramar la muerte y la locura.
Europa trabaja a tres turnos en el preparativo de su suicidio. Tres turnos vertiginosos y cada vez más acelerados. Hay prisa por acercarse a los confines de la muerte definitiva.
Aquí en Buenos Aires, despertamos desahogadamente y nuestra única preocupación es correr el visillo para mirar a través de los cristales el humor que muestra la cara del cielo.
¡ Y nos consideramos desdichados!
Diario El Mundo
24 de setiembre de 1937
COMENTARIO DESTACADO
Un espacio para rendir homenaje a los que complementan mis reflexiones
La desdicha de la paz, de los que no tienen una misión, un objetivo, una lucha... que no sea la propia rutina de supervivencia.
La paz como un ideal, que después defrauda con su grisura, con su monotonía, con su liturgia, con su no-sentido. No conocer jamás situaciones límite, que arrancarían gritos de suplica por volver a esa plácida y aburrida repetición.
El mundo animal se mueve muchas veces en ese equilibrio espantoso: Comer o ser comidos.
Los humanos se mueven en otro equilibrio aún más demencial: Destruir o ser destruidos.
La paz significa ahondar dentro de uno mismo, buscarse y buscar al otro, y eso nadie quiere hacerlo.
La convulsión, las guerras, las conquistas, la riqueza... implican siempre acción, la acción vive siempre fuera de uno, y deja una impronta inmortal en el atroz sendero de la historia, una huella que llena de vanidad a sus actores.
3 de julio de 2009 7:08